Furgonetas blancas. Cruising y pajas existenciales 1.1

Diego Solana ha querido compartir con GAYARTMADRID su nueva novela. Aquí tenéis el primer capítulo. Próximamente irán llegando los siguientes. Subscríbete a la newsletter para recibir las actualizaciones.


CAPÍTULO 1: DICIEMBRE

1.1: ANTECEDENTES

Mi amigo Miguel Ángel nos propuso ir al desván de su casa donde su padre guardaba revistas porno.  Era una de aquellas interminables tardes de verano en el pueblo y nosotros éramos una pandilla de cinco mocosos de no más de siete años. La propuesta fue recibida con júbilo, aunque algunos de nosotros, por ejemplo, yo, ni siquiera supiéramos a qué se refería exactamente.

Miguel Ángel vivía en una casa enorme y destartalada que a mi despertaba muchísima curiosidad. Para llegar al trastero había que cruzar un gran patio al final del cual se encontraba una escalera, por llamarla de alguna forma, pues en realidad eran unos palos atravesados en un rincón. La arriesgada escalada añadía un plus de aventura a nuestro acceso a la pequeña recámara donde se amontonaban objetos esperando su desahucio bajo una espesa capa de polvo. Nuestro anfitrión nos condujo a uno de los rincones y empezó a apartar sacos vacíos de una gran pila hasta dejar a la vista una sucia maleta de plástico. Al abrirla resultó estar llena de ropa, pero una vez retirada ésta quedó a la vista el brillante tesoro: un montón de revistas amarillentas con mujeres semidesnudas en la portada. Enseguida noté un fuerte dolor en la entrepierna, se trataba de una erección, aunque yo todavía no lo sabía. La sensación era mucho más incómoda que placentera y yo aún no asociaba que aquella molesta rigidez estuviera relacionada de alguna forma con las imágenes de adultos desnudos. Es más, en ese momento ni siquiera tenía la menor idea sobre el origen de los niños o en qué consistía tener sexo.

Estuvimos un buen rato ojeando aquellas extrañas revistas cuyo papel, parecido al del periódico, aparecía a menudo manchado o roto. Algunos chicos lanzaban jocosos comentarios en voz bien alta sobre el tamaño de las tetas y los culos de las chicas que yo no alcanzaba a entender, probablemente ellos tampoco. Yo observaba con una mezcla de fascinación y curiosidad científica ya que era la primera vez que veía adultos sin ropa. Las fotografías eran realmente creativas: una chica sobre una moto, otra caracterizada de diablo, otra recostada sobre un piano hacía equilibrios para no derramar la copa…  Al cabo de un rato caí en la cuenta de que faltaba algo. Me pareció tan llamativo que no entendía cómo nadie se había dado cuenta así que me apresuré a lanzar al grupo, también en voz bien alta, mi ingenioso comentario: “Oye ¿os habéis dado cuenta que no hay ninguna foto en la que aparezca el pito de un hombre?” Mi interés era más anatómico que sexual, así que no entendí la inesperada carcajada general y que todos empezaran a llamarme “maricón”.  Tampoco sabía lo que significaba esa palabra, pero me quedó claro que fuera lo que fuera sería mejor mantenerse alejado de ella. Aprendí esa tarde que ver cuerpos de mujeres desnudas era algo que, aunque no estaba bien visto, se podía hacer siempre que fuera a escondidas; en cambio, ver el cuerpo de un hombre desnudo, era algo que no se debía hacer bajo ninguna circunstancia. Aquello no hizo sino disparar mi curiosidad y que me pasara los seis años siguientes preguntándome cómo sería el miembro de un hombre adulto. En aquella época no había internet y las revistas porno que pude conseguir siempre eran las clasificadas “S”, es decir, con escenas sexuales explícitas, pero en las que nunca se veía una penetración, un pene o un primer plano de una vagina. Yo no tenía ningún acceso a revistas “X” ni sabía de nadie que lo tuviera.

***

Vivíamos en un pequeño pueblo de la provincia de Teruel cuyo nombre, aún hoy, y homenajeando a Cervantes, prefiero omitir para evitar susceptibilidades. Preveo que este diario puede ser intenso y quizás un entorno rural de apenas dos mil habitantes no esté aún preparado para salir del armario. Contra lo que uno pudiera imaginar mi pueblo no tiene nada de bucólico ni de romántico. Es tan neutro que resulta perturbador. Tiene muchas casas viejas pero ningún edificio histórico, ni siquiera la iglesia es muy antigua. Una carretera secundaria lo atraviesa de punta a punta y la principal diversión los domingos es sentarse en un banco a ver los coches pasar. Hay tardes que no pasa ninguno.

Mis abuelos maternos eran andaluces, de un pequeño pueblo de Sevilla, y se mudaron aquí, por trabajo, a final de los años sesenta. Imagino que para los tres un viaje tan largo debió suponer un antes y un después en sus vidas. El pueblo en el que yo nací no es grande tampoco, pero el cambio de Andalucía a Aragón tuvo que ser tremendo, especialmente para mi madre, Josefa, que era hija única, acababa de cumplir los diecisiete años y dejaba atrás a todos sus amigos y resto de familiares.

En este otro mundo habitaba mi padre, Jose Ramón, que siempre había trabajado en el campo y no era especialmente habilidoso con las relaciones sociales. Cuando mi madre llegó al pueblo mi padre ya tenía veintiún años, cuatro más que ella, pero prácticamente nula experiencia con las mujeres. Desde el primer momento se quedó prendado de la forastera. Según me cuentan mi madre no le hacía ningún caso. Ni a él ni a nadie. Era como si no tuviera el más mínimo interés en los chicos. Una princesa de hielo. Lo cual despertaba más interés todavía. A mi padre no le disuadió la falta de respuesta. Él afirma que jamás consideró otra opción y que si mi madre no le hubiera aceptado a día de hoy seguiría soltero. Así que, inasequible al desaliento, la siguió cortejando discretamente hasta que por fin dos años más tarde el hielo empezó a fundirse y Josefa, oficialmente, empezó a salir con Jose Ramón.  Cuando se casaron, dos años más tarde, ella tenía veintiuno y mi padre veinticinco, muy mayores para la época, imagino que presionados por el entorno para que no se les “pasara el arroz”. No se si sería por esa presión pero muy poco tiempo después, algo más de un año, nació José. No podía llamarse de otra forma: Josefa, Jose Ramón y José, todo un alarde creativo.

Cuando yo nací, dos años más tarde, el nombre que me tocaba era el del abuelo.  El padre de mi padre se llamaba igual que él, así que se decidieron por el abuelo materno, que había sido una especie de héroe en la guerra civil, bando republicano, por supuesto, y que yo no había llegado a conocer porque murió, junto con mi abuela, en un accidente de tráfico cuando yo era prácticamente un recién nacido. Siempre hablaban de él como un ídolo y eso, contra lo que pudiera esperarse, no me hacía ninguna gracia. Desde muy pequeño mi madre utilizaba ese pequeño chantaje emocional de compararme con él, ya que tenía el mismo nombre, para que me portara bien. Acabé cogiéndole manía, así que cuando llegué al colegio y me pusieron un mote no solo no le puse pegas, sino que lo recibí con gusto. El detalle más relevante de mi anatomía por aquel entonces era una piel un tono más oscura que la media así que era de esperar que mi apodo estuviera relacionado con ella. Como negro, gitano y moro ya estaban pillados a alguien se le ocurrió lo de “Turco” y enseguida cuajó. Yo jamás percibí que hubiera un deje racista en ello, me gustaba más que mi nombre original y cuando lo escuchaba no sentía esa obligación de bondad tan claustrofóbica sino cierta libertad para, incluso, meter la pata. Después de un año en la escuela nadie me conocía por otro nombre que no fuera aquel excepto mi familia más cercana.

Fui el pequeño únicamente durante dos años, luego nació Rosi y se acabó el chollo. Creo que antes de que naciera mi madre estaba aterrorizada ante la idea de pasar el resto de su vida rodeada de tres maromos así que cuando llegó la niña era como si la hubieran salvado de un ahogamiento seguro en mitad del océano. La niña pasó a convertirse en el patrimonio exclusivo de mi madre, para la que siempre sería “la pequeña”. Mi padre lo notó y de alguna forma no consciente se adjudicó al mayor como favorito y heredero de sus aspiraciones. Yo me quedé en tierra de nadie, me convertí en el hombre invisible.

En el pueblo el principal acontecimiento en todo el año era la celebración de las fiestas populares o, como nosotros le llamábamos, “la feria”. Venía un montón de gente de fuera y las pandillas se triplicaban. El polideportivo se transformaba en sala de fiestas simplemente colocando una guirnalda de luces que todos los años era la misma desde que yo tenía memoria. El pueblo entero se congregaba en aquel recinto generando una euforia colectiva difícil de imaginar para el que no haya vivido en un sitio pequeño. Todo el mundo bebía alcohol en esos días, las mujeres hasta ponerse pícaras, los hombres hasta perder el conocimiento. Para los niños y adolescentes era un maravilloso campo de exploración del mundo adulto en condiciones de variedad y exhibición absolutamente inusuales. Solteros y casados tonteaban con las mujeres y las toqueteaban mientras ellas reían a mandíbula batiente. Incluso aunque nuestros padres estuvieran en el mismo recinto, éste era lo suficientemente grande para crear una excitante sensación de libertad sin límite de tiempo o espacio. Podíamos ir donde quisiéramos hasta la hora que nos diera la gana y, lo que es mejor, podíamos observar como si fuéramos invisibles. Gracias a esa invisibilidad pude ver, por primera vez en mi vida, una polla que no fuera la mía.

En pleno momento álgido de la verbena hubo un momento que perdí a mis amigos. Sabía que no podían estar lejos y que no tardaría en volver a encontrarlos, así que aproveché para ir al aseo. Normalmente estaba atascado de gente y había que esperar, además mear junto a otro tío me daba vergüenza y había veces que el chorro no salía, lo cual me provocaba aún más vergüenza y así entraba en un temido bucle paralizante. Milagrosamente en ese momento no había nadie, así que me puse a orinar tranquilamente en uno de esos meaderos de pared. El olor era vomitivo a esas horas y yo intentaba respirar lo mínimo posible a través de la camiseta subiéndome el cuello hasta por encima de la nariz. Entonces entró Sebastián, un vecino corpulento y de piel oscura que vivía cerca de mi casa, pero con el que nunca había cruzado una palabra. Calculo que Sebastián tendría unos cuarenta años en ese momento, es decir, los mismos que tengo yo ahora y más o menos los mismos que tendría mi padre en ese momento.  Su andar vacilante no dejaba dudas sobre su borrachera. Todo su esfuerzo estaba puesto en “ver” el urinario y no le estaba resultando fácil, con lo cual verme a mi quedaba lejísimos de cualquier posibilidad. Mientras intentaba enfocar echó mano a la bragueta y sacó un enorme trozo de carne negruzco y con pelos por todos lados. Yo me quedé fascinado como un conejo deslumbrado por las luces de un coche. En ese momento podrían haberme abofeteado y no me habría inmutado. Reaccioné cuando fui consciente de que me temblaban las piernas hasta el punto de temer un desmayo real. Allí estaba yo, siete años después del incidente de las revistas porno en el desván, por fin tenía la respuesta a cómo eran los penes adultos: negros y con pelo. Exactamente lo contrario al mío. El gañán se apoyaba con una mano en la pared para no caerse mientras con la otra se sostenía el miembro y hacía dibujos que quedaban la mitad dentro del urinario y la mitad fuera. Aquella visión y yo nos hemos perseguido mutuamente durante muchos años. La escena me asaltaba a todas horas y me quemaba en la retina cuando cerraba los ojos. Yo tenía en ese momento trece años y medio y durante los diez siguientes, es decir, hasta los veintitrés, me alimenté sexualmente de aquella imagen aumentada, alterada, animada y reinterpretada hasta la obsesión. Durante todos esos años yo le pedía al universo, a mi poder mental, a los santos, a las vírgenes y a Dios una sola cosa: sexo. Lo pedía con una fuerza inusitada. Me plantaba ante el espejo, me desnudaba y me miraba fijamente aterrorizado ante la idea de que nadie fuera a tocar jamás ese cuerpo, no tanto por la falta de placer como por no poder hacer que alguien enloqueciera de deseo por mí. Cerraba los ojos y visualizaba todo tipo de escenas con vecinos, pastores, obreros, agricultores… y lo hacía con fuerza y máxima concentración, no tanto para excitarme como para hacer que ocurrieran. Sentía que si me concentraba lo suficiente algo acabaría por suceder. Y no andaba desencaminado: al final Dios me concedió todo lo que pedí.

CONTINUARÁ…

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